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La época de la vela

Gonzalo Posada Viana

Con los homenajes a Gabriel García Márquez regresamos a la génesis de su inspiración, fundamentada en buena parte en personajes a los que todos hemos visto multiplicarse en cada rincón del caribe colombiano, depositarios de un don especial para narrar historias, naturales para ellos, imaginarias para el mundo.

 

Uno de ellos fue, por fortuna, miembro ad honorem de mi familia y asiduo visitante de mi casa natal durante casi 30 años. Tanto así, que el viejo perro de mi casa tocaba la puerta con su cola, exactamente con el mismo golpe con el que él lo hacía, y el taburete donde descansaba, aparte de inclinarse por sí solo, ya tenía la horma de su desencajada osamenta.

 

Por aquello de la simplicidad del hablar costeño su nombre dejaba y recogía letras en el camino. "Manuel", había dicho el cura setenta y tantos años atrás en la pila bautismal; "Manuelito", fue después en su juventud; "Lito" le decían sus contemporáneos, y ¡Compa'e Lito!, quedó para la historia.

Eran los tiempos de la luz… de la vela. La noche no pasaba bajo la hipnosis de la televisión, sino de los cuentos de espantos, brujas, jinetes sin cabeza, en fin, todas esas historias descendientes del Mohán y la Patasola, que el río llevaba y traía con el viento.

 

Pero también historias de amantes furtivos en pueblos remotos sumergidos en el sopor de la Depresión Momposina, y de hombres que se tranzaban en duelo por el honor de una muchacha, y de la maldición que alguna abuela hizo caer sobre el pretendiente de su nieta, y de la bruja que raptaba niños… en fin, de los triunfos y desgracias de la humanidad.

 

Como todas las noches, llegaba puntual: corte militar, camisa traslúcida de tela mezquina que apenas disimulaba la esquelética figura devorada por los años, y aquel pantalón caqui de dril y bota doblada, varias veces pasado por el quirófano y otras tantas sostenido a la cintura por una pita.

 

Taburete en mano, todos los niños al centro del patio y… "había una vez…"   El escenario se adornaba con la danza caprichosa de una vela cuya luz le sostenía el conato de barba blanca que nunca más creció. Los efectos especiales corrían a cargo de la bohemia de los grillos y la cruel terquedad de los mosquitos.

 

Pero aún así, no había nada que pudiera distraer a los niños del patio. Ni siquiera el calor, que por entonces era tan normal como rasparse la rodilla.

 

"Uno a uno", decía el Compa'e Lito ante la insistente preguntadera de su audiencia: que cómo hacía el jinete para ver en la noche si no tenía cabeza, que si la Patasola no tenía marido, que quién le hizo el disfraz al hombre-caimán, que a quién lloraba tanto la "llorona loca", que por qué nunca los habíamos podido ver, que…  "busquen otra vela, esta se acabó".  Pero nadie era capaz de nadar en la oscuridad para llegar hasta la cocina con tanto espanto en la cabeza.

 

Volvía la luz artificial, se desvanecían las estrellas, el viejo se despedía y detrás se iban sus abarcas trespuntá, se cerraba el telón… Todos a la cama.

 

Todo eso y, por supuesto, el amor y muchos otros demonios fueron la inspiración de Gabo. Ahí estaban las historias en espera de quien supo entender, amasar y dar vida magistralmente a la imaginación de lo ilógico.  Y ahí estaban muchos Compa’e Lito que solo con existir hacían ver fantástico lo cotidiano.

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