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Cartagena: la deuda de la modernidad

GONZALO POSADA VIANA

 

Este breve análisis pretende descubrir algunos indicios acerca del estadio histórico (premodernidad, modernidad y/o postmodernidad) con mayores expresiones culturales en la ciudad de Cartagena, a partir de su pasado, imagen, imaginarios, consumo, identidades y su otredad.

 

Es necesario indicar, ante todo, que hay un factor transversal, inherente a todos esos elementos de análisis: la actitud de la etnografía cartagenera, incluyendo a la negritud, frente al legado africano y a la población afrodescendiente.

 

En Cartagena, como en el país, la aceptación de ese legado ha sido compleja y conflictiva, tanto para las élites como para las ciencias sociales, y esa complejidad radica especialmente, en el caso de Cartagena, en la negación de lo que para muchos es evidente: una ciudad de mayoría negra. Para Jorge García Usta (1960-2005)[1] “las élites de la ciudad son ambiguas o contradictorias ante la presencia de la población afrodescendiente, a tal punto que han instalado la imagen de una Cartagena mestiza”.

 

Mestizaje que, subliminalmente sobrevalorado, se acerca más a “lo blanco” en detrimento y negación de la población afrodescendiente y su cultura, y de esa negación se derivan equivocadas percepciones (imagen) de identidad e imaginarios que terminan acrecentando la exclusión social y la fragmentación urbana en Cartagena.

 

El acercamiento a lo blanco hace parte de un “sutil y agresivo juego de dominación y poder”[2] que ha dado un sentido amañado al espacio urbano para crear una imagen de ciudad que sea estética y comercialmente más provechosa para las élites sociales cartageneras, y en la que no caben las otras ciudades de esta ciudad.

 

Los imaginarios locales y nacionales configuran e identifican a la ciudad con historia, playas, rumba, turismo y barrios tradicionales residenciales, y asocian los barrios populares con la descomposición social, producida cíclicamente por una acción estatal y unas políticas de desarrollo que hasta hace poco se dedicaron sólo a atender los requerimientos de esa Cartagena que se puede mostrar.

 

“Las otras cartagenas, la popular, la de las clases medias, la de los otros centros no históricos, permanecen desconocidas y ocultas a la mirada del foráneo y de una parte de los habitantes de la ciudad”[3]. Ocultamiento que no responde sólo a querer tapar lo feo, sino a la resistencia que genera lo popular dentro varios grupos sociales.

 

Esa Cartagena histórica y turística, atada a su pasado, que se vende y se consume (es decir, se apropia colectivamente de procesos socioculturales, en relaciones de solidaridad y distinción con otros) tanto por el cartagenero como por los foráneos, así como la negación de la otredad y el sutil juego de dominación y poder, ha modificado el concepto de ciudadanía y las formas de ser ciudadano, y ello relativiza las expresiones de modernidad en la ciudad, en tanto que hay quienes consideran, por ejemplo, que la negación de la ciudad marginal asociada a la población afrodescendiente (presente en la elaboración de la imagen de Cartagena) es en sí misma un reconocimiento. “La misma fragmentación urbana de la ciudad comienza a incorporar la otredad de los barrios populares”.[4]

 

Así mismo, no pocos coinciden en que “las interpretaciones de la moda han querido atribuir exclusivamente a los costeños el don de la gracia narrativa, más no la lucidez del pensamiento ni la facultad de la crítica y mucho menos el rigor de la investigación”[5].  Esas interpretaciones, según García Usta, se sustentan en la dificultad de comprender cómo un individuo que a pesar de formarse “bajo el influjo de la fabulación oral, de las abuelas que optan por los encantos de lo sobrenatural antes que por la claridad de la razón y que se come auténtica y literalmente las letras en la pronunciación oral o que hace de la música el más profundo soporte de su identidad emocional y que entiende el baile como el aplazamiento metódico de la muerte”[6], puede dedicarse no sólo al arte sino a la disciplina de la cientificidad.

 

Bajo la óptica de la otredad desde la negación, de la revolución de la escritura y la investigación científica caribe aun con el influjo histórico de la tradición oral, del acceso a la información y los medios tecnológicos aun con las restricciones, y del criterio de que Cartagena es una ciudad globalizada desde su misma creación, se deben observar en ésta rasgos de modernidad y postmodernidad.

 

Sin embargo, una Cartagena racional y filosóficamente moderna debería reconcebir la ciudadanía, en términos de García Canclini, como estrategia política para abarcar las prácticas emergentes y el papel de las subjetividades en la renovación de la sociedad y, a la vez, para entender el lugar relativo de estas prácticas dentro del orden democrático. Es decir, “supone reivindicar los derechos de acceder y pertenecer al sistema sociopolítico, así como el derecho a participar en la reelaboración del sistema, definir por tanto aquello en lo cual queremos ser incluidos”[7].

 

Según García Canclini, que el consumo se articule con un ejercicio reflexivo de la ciudadanía requiere, entre otros elementos, la participación democrática de los principales sectores de la sociedad civil en las decisiones del orden material, simbólico, jurídico y político donde se organizan esos consumos.

 

Tal propósito, nos atrevemos a afirmar, implica modificar y hacer incluyentes los imaginarios de ciudad que se construyen desde los medios, y los discursos, relatos y noticias con que éstos elaboran y reflejan la imagen de la ciudad; así como reconstruir y/o mezclar las identidades que coexisten hoy en la ciudad, conforme a las dinámicas sociales que en ella se dan, aparte de las asociadas a su pasado y su actual consumo sociocultural.

 

Hoy, la fragmentación de la ciudad por el uso de los espacios como por la exclusión origina distorsión en su imagen e identidad. En el primer caso, “su propia morfología urbana, la desarticulación de la malla vial y la ausencia de espacios públicos que impiden la visibilidad de la ciudad satélite, se conjugan con la marginalidad, la segregación racial heredada de la Colonia, las exclusiones, la pobreza y la inequidad de su economía”[8], y por supuesto, contrastan con el imaginario sustentado en la historia y el turismo.

 

Y en el caso de la definición de la identidad cartagenera, esa fragmentación de la ciudad también origina contradicciones que confunden al habitante de la periferia porque, aunque que se siente parte de la libertad que provee el mar, de la tradición oral, del habla que se come las letras, de la música y el baile, no puede ejercer plenamente su ciudadanía porque no habita todos los espacios públicos que la otra Cartagena vende, proyecta y consume como imagen “oficial” o historia autorizada.

 

“Los tradicionales escenarios de la convivencia social, como la plaza y la calle, van mutando en otros espacios con dinámicas de consumo, como los centros comerciales; en espacios anónimos sin la fuerza ni la espontaneidad del encuentro personal, en los “no-lugares” donde se erigen intereses parciales, no legitimados culturalmente, porque son públicos sólo en apariencia: los derechos del ciudadano quedan recortados al entrar en estos territorios, regidos por los propietarios, gerentes, administradores y policías propios. Poco a poco, sin la real participación de la ciudadanía, en Cartagena se han ido reformando o creando las normas para legalizar el comercio del espacio público del centro de la ciudad”.[9]

 

La otra ciudad no se ayuda

Una vez revisadas algunas expresiones socioculturales, y planteado ligeramente el trabajo pendiente de los medios, resta destacar una característica de la modernidad de la cual no se ven siquiera vestigios entre los habitantes de la periferia, y es la lucha en sí misma por el reconocimiento. Por eso al comienzo se destacó la importancia de la actitud de la misma negritud frente a la exclusión. Y se destaca como un rasgo de modernidad porque la lucha por el reconocimiento se ha convertido en el modelo de conflicto político desde los últimos años del siglo XX.

 

“Las exigencias de reconocimiento de la diferencia alimentan las luchas de grupos que se movilizan bajo las banderas de la nacionalidad, la etnia, la 'raza', el género y la sexualidad. En estos conflictos 'postsocialistas', la identidad de grupo sustituye a los intereses de clase como mecanismo principal de movilización política. La dominación cultural reemplaza a la explotación como injusticia fundamental”.[10]

 

Es decir, a más de la negación de la otredad, de la imagen distorsionada de la ciudad y de la miopía de los medios de comunicación, la otra Cartagena, excluida e invisible tampoco ayuda mucho a su propia causa. Es cierto que la aversión de la ciudadanía colombiana, en unas regiones más que en otras, hacia la participación en el diálogo público tiene afincados orígenes en la organización social y las relaciones de dependencia del período colonial, y que otros factores como la corrupción, el clientelismo, la pobreza y la inaccesibilidad a la educación constituyen un escenario absolutamente infértil para la vinculación de la ciudadanía con los procesos públicos de composición y organización sociales, elemento base para configurar la cultura política de una sociedad.

 

Pero no menos cierto es que dejando a un lado las expresiones folclóricas no se vislumbra un proyecto sociocultural surgido de la propia Cartagena periférica que reivindique la lucha por el reconocimiento. Un proyecto popular que haga saber a toda la ciudad, sin excepciones, que aunque ésta quiera ser reducida al Centro Histórico y éste junto a las playas sean la base de la imagen oficial de la ciudad, hay pruebas contundentes de que la realidad social y económica de Cartagena dista mucho del paisaje de postal con la que es representada, y para la muestra sólo basta con que en la ciudad la pobreza absoluta ronda a 70% de su población, que 80% de la misma vive en estratos 1,2 y 3, y que 46 de cada 100 personas en edad de trabajar están ocupadas.

 

Esa tarea debería ser uno de los nuevos discursos de la otra Cartagena porque, sin duda, la ciudadanía de la modernidad no es compatible con la inactividad política sino con el deseo creciente de intervención en la vida pública para tratar de modificar esa dinámica urbana actual “que tiende a segregar más que a unir, en lo que algunos autores han llamado el ‘urbanismo zoológico’ en el que cada especie o estrato social tiene su celda aparte para evitar invadirse unas a otras, en núcleos habitacionales de estratos determinados donde se generan comportamientos, tipologías y morfologías diferenciales”.[11]

 

 

CITAS

 

[1] Citado por Mosquera Rosero, Claudia; Provansal, Marion en “Construcción de identidad caribeña popular”, Revista Aguaita No.3, Observatorio del Caribe Colombiano, junio 2000.

 

[2] Mosquera Rosero, Claudia; Provansal, Marion en “Construcción de identidad caribeña popular”, Revista Aguaita No.3, Observatorio del Caribe Colombiano, junio 2000.

 

[3]. Idem.

 

[4]. Mosquera Rosero, Claudia; Provansal, Marion en “Construcción de identidad caribeña popular”, Revista Aguaita No.3, Observatorio del Caribe Colombiano, junio 2000.

 

[5]. García Usta, Jorge. Una mirada plural a la región. Revista Aguaita No.1, Observatorio del Caribe Colombiano, marzo 1999.

 

6. Idem.

 

[7]. García Canclini, Néstor. Consumidores y ciudadanos.

 

[8] Abello Vives, Alberto. La ciudad de los espejos. Revista Aguaita No.9, Observatorio del Caribe Colombiano, diciembre de 2000.

 

[9] Ruz, Gina. Cartagena, la exclusión de lo público. Revista Aguaita No.9, Observatorio del Caribe Colombiano, diciembre de 2000.

 

[10] Rey, Germán. Cultura y desarrollo humano, relaciones que se trasladan.

 

[11] Ruz, Gina. Cartagena, la exclusión de lo público. Revista Aguaita No.9, Observatorio del Caribe Colombiano, diciembre de 2000.

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