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​EL HADA DE LOS ANIMALES

Gonzalo Posada Viana (Revista Cardique, 2004)



Lulú, Pedrito, Pepe, Pachito y Pepita no son personajes de un libro de cuentos para niños, pero para doña Bety Rojas, una mujer bogotana que vive hace 14 años en Turbaco, Bolívar, son “sus niños".

En su casa-finca, un verdadero remanso natural con huellas de hacienda republicana, ella le brinda posada a varios animales a los que ha rescatado, a veces con la colaboración de Cardique, y a los que luego cuida y alimenta con leche de chiva, pan e inclusive Dayamineral, hasta que regresan a su propio hábitat.



A Lulú, una mica de tres años, la dejó abandonada un camionero en una llantería como pago por una reparación. “Ella besa, juega al escondite con los pelaos y hasta dice mamá”, asegura doña Bety, mientras Lulú la abraza y la mira agradecida.

 



Pedrito fue un mono cotudo que ella tuvo y que un día, por pasarse al patio vecino le dieron un machetazo en la mano. Ella se la pegó con leche.“Pero a Pedrito no se le olvidó la herida: a los tres años se pasó otra vez y en venganza se hizo popó en el arroz que estaba en la estufa del vecino. El hombre vino a reclamar pero no pudo demostrar que había sido el mono”, cuenta doña Bety.

Como si se tratara del resentimiento por un amor furtivo, pero contenta de saber que Pedrito está donde debería estar, doña Bety termina la historia del mono cotudo diciéndonos que “ahora vive con una mona en Turbana”. 



Y es que el amor de ella por los animales le ha traído serias dificultades, inclusive con Vivian Jhons, su esposo, un ingeniero de San Andrés, Isla, donde se casó y vivió hasta cuando se vino para Turbaco. La historia es la de un oso perezoso rescatado por una estudiante bogotana que hizo sus prácticas de zootecnia hace varios años en Cardique, y al que crió “como si fuera su propio hijo”.

 

“La muchacha lo rescató en la Costa, se lo llevó a Bogotá y anduvo con él todo el tiempo; dormía con él y hasta a sus clases lo llevaba metido en un bolso, pero luego de sus prácticas tuvo que dejármelo y la tristeza de los dos fue muy grande. El perezoso no quería comer y yo tenía que meterlo en mi cama hasta que mi esposo se puso furioso”.

La solución: colocar en su habitación, al pie de la cama, un árbol de guarumo en el que éstos animales suelen dormir y comer. Al poco tiempo, el oso se acostumbró y se lo llevaron a una finca. Ese fue un final feliz, pero doña Bety ha conocido historias atroces, como el de “los pelaos de por aquí” que, creyendo estar jugando, queman vivos a los perezosos o en el mejor de casos, los pintan de colores. Otros que no se escapan de las “aventuras” infantiles son los tulcanes. A uno de ellos le cortaron el pico “para que no mordiera”. Ese es Pachito y por fortuna la naturaleza le permitió regenerar su pico. Hoy vive aún con doña Bety.



De repente, llega como un rayo la estrella de la casa: Pepita, una mona tití rápida y diminuta con cara de anciana, que salta de un lado a otro sin permiso ni control alguno, pasando por la cabeza de doña Bety y haciendo alarde de equilibrismo y libertad, hasta cuando la encierran para que no le hale los pelos a una perra impaciente que varias veces la ha tenido entre dientes lista a 

despedazarla.

La galería de los consentidos del “hogar de paso” de doña Bety la completan Pepe, un toche amarillo; La Morro, una tortuga vieja y dormilona como todas las tortugas; y tres loras que hacen sonrojar a la anfitriona cada vez que “hablan” porque, según ella, aprendieron muy malas palabras durante su convivencia con los presos de una estación de policía, lo que se puede comprobar fácilmente acercándose a su jaula.



La mamá


Si algo podemos deducir de la apasionante vida de doña Bety Rojas de Jhons es que cuando niña tuvo animalitos por muñecas. Su padre fue veterinario y le transmitió siempre su sensibilidad por los animales y el campo. De hecho, ella trabajó durante 30 años con el desaparecido Instituto Nacional de Recursos Naturales, Inderena, y luego con la Corporación Autónoma Regional de San Andrés y Provindencia, Coralina.



En 1990 decidió venirse porque su esposo debía hacerse un tratamiento médico semanalmente en Barranquilla. “Él se encargó de buscar una casa parecida a la que teníamos en San Andrés y aquí estamos”. Desde la entrada, en la casa se respira y transpira naturaleza. Tiene un gran patio con muchos árboles frutales, un pavo real, pájaros, gallinas y chivos.


 



Sin embargo, en alguna ocasión la denunciaron por “tener animales peligrosos” y le envenenaron a los gansos que tenía en un lago. Además, según cuenta, al lado se construyó un condominio cuya piscina arroja sus aguas utilizadas a un pozo artesanal que ella tiene al pie de la cerca. “Llevo 14 años dando la pelea en la Fiscalía para defender mis derechos sin ningún resultado, pero en el monte nací y en el monte me quedo”.



Su lucha por los animales y los niños más pobres de su localidad le ha valido el reconocimiento de la Policía Nacional, razón por la cual tiene una colección de fotografías y recordatorios en la sala de su casa, entre las que se destaca la mención honorífica a sus 50 años de vida por su apoyo a la gestión de la Policía en beneficio de la seguridad de su localidad, entregada el año pasado.

Doña Bety es de baja estatura y se le ve frágil cuando habla de sus animales, pero sin duda tiene un corazón enorme, es muy valerosa y no le teme a quienes aún no entienden su misión; la misión de respetar la naturaleza como a sí misma. “A mí me protegen la Virgen y el Divino Niño”, dice mientras señala las efigies que salvaguardan la casa en el jardín y la terraza.



Y sí que la protegen porque en ese instante llegó un agente de la Policía con un ramo de flores para el Divino Niño, y al ver la visita de Cardique preguntó: -¿qué hizo ahora doña Bety?


 

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